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BIENVENIDOS AL ANEXO DE MI PÁGINA LITERARIA

ALICIA ROSELL

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jueves, 1 de noviembre de 2007

II.- EL CIELO DE DANIEL (Novela - Extracto) (Aprecio sus lecturas: hay 1 comentario)

[...] El resultado sería extraordinario: cómodas de seis cajones, con sobres de mármol, camas niqueladas con somieres altos que se fueron colocando en los lugares que yo escogí. Mi habitación destila ahora romanticismo, muy acorde con el ambiente; incluso vestí las ventanas con viejas cortinas que hallé en un baúl.

También mi despacho me dejó complacido. Sólo hubiera faltado pintar unas estrellas en mi bóveda azul para sentirme libre como un pájaro. Además, está tan alta esta cúpula celestial, que nada podría alcanzarla. Extraña similitud ésta que a mí me fascina, aunque esperaré que desde debajo de este cielo -únicamente mío- vayan descendiendo las palabras que han de engendrar mi personaje.

En la otra parte de la casa, la cocina ya ha cambiado radicalmente. Ahora su chimenea está limpia, los poyos lustrosos, los cazos, sartenes y demás utensilios colgados de alcayatas nuevas. En la “fresquera” hallé cubiertos de alpaca de otra época, bañados por una pátina de corrosión que después de lijarlos resultó ser menos dañina que lo que me hizo presagiar su mal aspecto. Nunca sentiré temor de comer en estos cacharros viejos, pues ya quedaron en pleno uso. Estoy dispuesto a recuperar el alma de la casa aunque tenga que renunciar a algunas comodidades de la vida moderna, pero no tanto como a un refrigerador pequeño, más que suficiente cuando uno vive solo.

Quisiera que los días fueran más largos, que las horas se estiraran dos o tres veces más para que el tiempo me cundiera holgadamente. Han pasado quince días desde mi llegada y aún no he tenido ni una señal. Espero que se haga el “milagro” que me apee de este temperamento mío tan obstinado. Acomodado en mi sillón, suelo dejar volar la imaginación, pero difícil resulta cuando se desconoce aún casi todo sobre la vida de tu personaje. “Aquí estoy, personaje, Cándida, antecesora mía: desde estas paredes que han de estar impregnadas de tu espíritu puro, te invoco. He de averiguar qué te ocurrió, pero no sé por dónde empezar. Al menos, dame una señal”... Debía estar loco cuando hablaba a solas con las paredes. Pero sentiré de veras si su espíritu no llegara a revelarse. Si no va a ser así, ya no podré sugestionarme, ni llegaré a rozar jamás la frágil línea que delimita el juicio de la locura.

Al decimosexto día tuve lo que yo creí ser una visión. Apenas duró unos segundos, tiempo justo para que las cortinas de la ventana revolotearan entre ráfagas de viento. Parecióme un hada al principio, pero más bien se trataba de una visión corpórea y terrenal dotada de todos los artificios de la juventud, fugaz visión de alguien desfilando ante mí que me cortó el aliento como lo haría un afilado cuchillo. Su belleza repentina me dejó perplejo: contemplado su rostro durante escasos instantes, otra inoportuna bocanada de aire pareció surgir del interior de mi cuarto e hizo un efecto émbolo que enmarañó los cabellos de la mujer y veló su belleza trémula y delicada. Su imagen etérea logró quedar impresa en mi retina. Me dejaba así, con el corazón encogido en un puño y la respiración entrecortada. De su presencia sólo quedaría el eco sonoro y el pausado discurrir de sus pasos alejándose, calle abajo.

Aunque no tuve tiempo suficiente para retener todas las facciones de su rostro, me diré siempre que eran las de un ángel, ¿quizás habría sido ésa la señal que tanto esperé de Cándida? Como todo son mortificaciones que ensombrecen mi febril mente de escritor, prefiero no pensar que ese aire envolvente que parecía succionarla para atraerla hacia mí me debía estar anunciando que me acercara a ella en cuanto surgiera la menor oportunidad. Si es que volvía a verla...

Por ahora, me quedo con el angustioso pensamiento de su ausencia, de saberla cerca de mí, a cuatro casas arriba o abajo, de pasear por las calles contrarias por donde ella acostumbre a hacerlo, de si frecuentaré los locales y establecimientos cuando ya ella haya salido, casualmente un momento antes. Temo que perderé su recuerdo con el discurrir de los días y que no retendré la fisonomía de sus rasgos, que no podré unir su divina cabeza a ese cuerpo suyo que no alcancé a ver bien... Por ello, a ratos sí y a ratos no, me pregunto si habrá sido real, o si tal vez todo habrá sido producto de mi imaginación calenturienta.

La soledad en la que me recluyo podría haberme vuelto loco sin esperarlo; otras veces, pienso si no habrá sido la misma Cándida la que se paseó corpórea ante mí, como si quisiera mostrarse y confirmarme que no estoy tan solo como yo creo. Aunque una sóla cosa es cierta: la mujer de la visión se giró hacia mí para mirarme como si hubiese sido avisada por ese sexto sentido que dicen que todos poseemos.

Mientras ella se alejaba, yo quedaba clavado en la butaca herido de muerte por las flechas de Cupido. Incluso dejé de escribir durante el resto del día, pues mi mente no pudo ya centrarse en nada más que esa aparición sensual y demoledora; la misma que me dejaba desolado en la semi penumbra de mi cuarto de trabajo, bajo el cielo azul de mi cúpula.

La soledad: la siento como una losa pesada doblegando mi espíritu. A causa de este silencio, repleto de ausencias, estoy seguro que no he de parecer el ser humano sociable que antes fui. Y, -aunque no debo sentirme triste por lo que no fue y nunca será- siempre creí que nada me ayudaría a olvidar aquélla mujer de mi pasado por mucho que ya no me duela. Nace de nuevo en mí ese sentimiento desconcertante que nos cambia la vida, ¿mal llamado amor? No se trata de estar enamorado, no es esa la palabra; me siento “hipnotizado”, tanto como Cándida debió de enardecer por igual a cuantos la cortejaron en vida.

Aquel mismo día retomé la escritura, acelerado pero repleto de ideas que plasmar en las cuartillas; por fin manejaba libremente mi mano mientras las ideas fluían vigorosas desde el cerebro hasta el papel: Escritura automática, como ya dijera en algunos de los talleres literarios que impartía en el pasado.

Cuando decidí abandonar Madrid no pude imaginar lo que me estaba esperando. Mi vida me ha convertido en otro desde que paseo por estos caminos de las estribaciones de la sierra. Disfrutaba de mis horas de escritura, pero el hecho de no tener contacto con la naturaleza iba poco a poco agotando mi caudal de ideas. Necesitaba recargarme de los olores y colores del paisaje que ahora me rodea. Andar y desandar caminos y veredas sin compañía alguna; aunque a veces pienso que me vendría bien la mansa y fiel presencia de un perro amigo. Estoy absolutamente seguro de que ha de ser la única amistad que necesito para sobrevivir a la rutina de mis días... la mejor para cualquier bohemio excéntrico que aspira llegar a tocar el fondo de su alma con la mente clara y el corazón frío. Desearía un mundo pintado de colores a mi gusto, que nada ni nadie me estropeara el cuadro de impresiones que tengo acerca de la vida que me tocó en suertes. Y es así como lo reflejo en mis escritos, en este relato que haré sobre Cándida, tantas décadas de caminos y ríos andados, y vedados después.

Como nunca poseí la más mínima clarividencia acerca del futuro, a lo largo de estas semanas de silencios me he planteado la escritura y la soledad como la mejor medicina para olvidar a Laura, la mujer por la cual abandoné Madrid con intención de expurgarme de todos los fracasos habidos y por haber en nuestra relación.

- Eres un egoísta, Dani, siempre me relegas por tus dichosos libros.

Sus reproches, siempre los mismos, chocaban contra mis intereses y el motivo de mi felicidad. Laura no me comprendía, aunque esta misma frase que sigue aquí se la lanzara cada día, a cada hora, a cada minuto:

- Tengo mucho trabajo, Laura, bien lo sabes. No me pongas a elegir entre tú o mi pasión literaria.

- Ese es el problema, Dani, que no soy yo tu pasión, sino las cientos de hojas que emborronas... -Destilaba rabia cuando me lo decía, pero siempre dejaba resbalar cautelosas y oportunas lágrimas.

El deseo de escribir en paz me devolvió a la vida literaria y se van cauterizando las heridas de mi corazón. Ya apenas siento dolor por su huida, y desde que tuve la visión de la hermosa mujer del cabello enmarañado, más aún siento que me desligué del recuerdo de ella para siempre.

Laura ya no supone un tortura psicológica para mí. Ahora abordo los días con infinitos deseos de vivir sensaciones nuevas; dichoso corazón el del hombre, Daniel Soto escritor, yo mismo, el que escribe estas palabras y no puede estar sino ocupado en amores ficticios o reales; el que no puede sentirse pleno sin vivir un nuevo sentimiento puro y romántico... Ahora mi hada hecha mujer vive en mí, ya no es aquella Laura que me hacía sufrir, sino una mujer que aún no conozco: un rostro sin nombre -con el sello impreso de la pureza- es el que domina mis emociones. Deseo volver a verla, encontrarla, presentirla en los rostros de las mujeres con las que tropiezo por las calles, pero me desespero con el paso de los días. Sé que cuando la vea sabré que es ella por ese halo de misterio que envolvía su presencia. Pero la inquietud va tensando mi cuerpo con el paso de las horas. Ya me dejo dominar por la desesperanza y consumo mi impaciencia fumándomela a base de cigarrillos.

Si no volviera a verla... mi vida se tornaría insulsa o tanto peor que esta soledad que en que yo busqué refugiarme. Si no la encontrara nunca más... sería muy desdichado... pero no debería entristecerme por lo que todavía no acaeció. Tengo que salir a la calle, pasear más por el pueblo, frecuentar las cantinas, las terrazas nocturnas atestadas de gente que disfruta de las tibias noches con que aliviar los calores diurnos; Tengo que mirar a mi alrededor, no perderme uno sólo de los detalles, pues ella puede aparecer en cualquier instante, y aturdirme como la primera vez, o emborracharme con la destreza de una dama de otros tiempos.

Resurgirá en mi corazón un sentimiento diferente pero nuevo en cuanto la vea, y será el mismo que vivificará sentimientos que creía olvidados e irrecuperables. Ella podrá ser la causante de mi felicidad si logra sacarme de mis duras reflexiones, desquiciadas tribulaciones mías, las que suelo hacerme sobre los temas existenciales. Que yo sea agnóstico por mis creencias más cercanas a las teorías científicas que a las religiosas, no tendría por qué ser motivo para perder la esperanza de hallar a Cándida y a la vez, a la mujer que me robó el sueño sin siquiera conocerla [...]

Fotos antiguas del Despacho y Cúpula' del volver al iniciovolver al inicio

Foto de Carmen Puch de Güemes

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Alicia Rosell © 2004.

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martes, 25 de septiembre de 2007

"BAJO EL CERRO DE SAN MIGUEL" - CONTINUACIÓN- (Espero que les guste: No hay comentarios)




"BAJO EL CERRO DE SAN MIGUEL"
Relato Finalista I Certamen Literario "28 de febrero" (1985)
Autora: ©Alicia Rosell

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SEGUNDA PARTE

Rafael se obsesionó con el amor de la paya; tan ciego se volvió que no barruntó que los hombres ya no lo miraban con esa respetabilidad que él se había ganado. Cuando compartía un vaso de vino y le espetaban más de una indirecta se quedaba alelado mirando hacia algún punto indeterminado de la tasca. Para distraer sus pensamientos estaban el cartel de toros de la última feria o la banderola española enmarcada y colgada en la pared roñosa y escarpada que tanto regocijo causaba entre los turistas.

Pasaron los calurosos días del estío y la relación del "Milenguas" con sus convecinos no mejoraba. Él, torpe como se había vuelto desde que estaba enamorado, siguió su vida sin percatarse de cuánto odio sembraban sus pies allá por donde pasaban; que sus palabras, que ya no eran comedidas como cuando llegara al barrio, eran ahora interpretadas arreglo a la nueva situación creada, y por desgracia, el gracioso taconeo de sus bailes significaba el aviso de malos augurios que se cernían sobre los sacromontinos.

Un atardecer, ya en la hora fresca, llegó Lola la paya al barrio. Hasta entonces nadie jamás había visto la belleza que había hecho presa en el corazón de Rafael. Ella, con su gracioso movimiento de caderas se sentó en una silla baja de esparto, cerca de la zambra gitana. Esperaba ver bailar a su gitano Rafael. Verlo aparecer en medio de la cueva y darle un vuelco el corazón fue todo uno.

Los espectadores lo recibieron entre aplausos y aclamaciones por su fina estampa y su bello rostro. Rafael la vio entonces allí sentada y no dio crédito a sus ojos, que se perdieron en los de la muchacha. "Tan bella y grácil como la primera vez que la vi", pensó mientras observaba su vestido violeta envolviendo su figura y arrebolando, más si cabe, sus ya sonrojadas mejillas.

Rafael, allí parado frente a Lola, parecía una estatua; tanto era el éxtasis en el cual se hallaba sumido. La música siguió girando en torno a las mismas notas mientras los guitarristas esperaban que aquéllos zapatos de bailaor hicieran atronar la cueva. Pero sus pies no se movieron y ni una sola nota de cante por granaínas salió de su garganta.

Alguien exhaló un suspiro desde la puerta; tal vez una mujer gitana que lo contemplaba llena de amor, y que no supo resistir el deseo que despertaba Rafael en ella.

"El Milenguas" mandó al maestro Mairena que dejara de rasgar la guitarra, y se acercó a la Lola.


- ¡Cómo no se me pasó por esta cabesita que un día tú vendrías a verme! Las gracias te doy, digo, mi Lola del arma. -Bastó este piropo para que la mayoría de mujeres que estaban presentes demudaran el color de sus mejillas; sin embargo, los hombres no se extrañaron porque se acercara a una buena moza, pues a la vista quedaban sus encantos.
Al acabar la actuación, muy aclamada como siempre, Rafael salió
acompañado de Lola, y juntos bajaron hasta Granada, ansiosos como estaban por dar rienda suelta a su amor.
- Si no huimos ya me tendré que casar con él, y por mi madre que me mato, Rafael. No puedo ser feliz si no es contigo.
- Entonces huiremos, mi arma, mira que el Milenguas lleva tiempo haciéndolo y se me va a convertí ya en costumbre. -Contestó el gitano sin poder dejar que sus manos enredaran con los tirabuzones de la mujer.

Aquélla noche subió Rafael las estrechas callejas más alegre que nunca. No pudo descansar en su jergón de paja, más bien parecía una dura tabla, porque le estaba haciendo añicos la espalda. Dio vueltas y más vueltas sin conciliar el sueño, hasta que harto de soñar despierto, se decidió a salir a la noche estrellada.

A lo lejos se escuchaban ruidos; quizás los gatos maullaban o los perros que ladraban, quizás los autillos clamaban desde sus árboles, en la orilla de los arroyos de la Alhambra. Era un silencio de noche cerrada, donde incluso el silencio se escucha: ora a su espalda, ora al frente, y así en interminables minutos que se fueron sucediendo en el transcurrir de la noche. Rafael, envuelto en las sombras que le ofrecía una luna llena que colgaba del firmamento, creyó sentir algo extraño y escurridizo que se le acercaba inexorable. Lo mismo le pasaría en noches sucesivas. Sobre el Sacromonte se cernía algo anormal. "Tal vez ha llegado el momento de sardar cuenta entre gitanos", pensó Rafael sintiéndose ajeno a tan luctuoso hecho.

Y así llegó el día en que varios gitanos de los más desarrapados se movieron sigilosamente tras un árbol, cerca de la cueva de los Mairena.

-No le vamos a hacé ná -dijo uno de ellos- Os traigo una noticia que celebrá. ¿A que no sabéis quié es la paya con la que habló? -Tres pares de ojos como tizones se lo quedaron mirando- ¡Ná menos que su amorsito del arma! Tenemos nuestras gitanas a salvo. ¡A dormí se ha dicho!

Un quejío largo y hondo barrió el silencio nocturno y resbaló por las cuestas del barrio hasta morir ahogado entre las aguas del Darro. La Torre de la Vela daba las doce campanadas una noche más como otra cualquiera. Aunque nadie supo jamás que estuvo a punto de no haber sido así.

Cada tarde, en el monte de San Miguel, junto a la ermita del patrón, Lola y Rafael se encontraban para estar más cerca del cielo y de las nubes. Revolcaban sus cuerpos en la hierba seca del campo, envueltos en el frenesí del enamoramiento. Mil besos y caricias zumbaban en sus oídos. Era el amor brujo y gitano, que se se daba cita cada atardecer frente a los picachos de Sierra Nevada.

Ya hacía días que las mujeres gitanas notaron como que sus hombres las trataban con más delicadeza. No las zaherían con largarse del Sacromonte si no desistían de su loco capricho por "El Milenguas". Ellas ni siquiera tenían la oportunidad de acercarse al bailaor más guapo que hubo jamás pisado el barrio. Era como si el Milenguas fuera escurridizo cual anguila. Siempre desaparecía sin dejar rastro en cuanto acababa la zambra en la cueva de los Mairena; ni siquiera los ojos que otrora lo habían espiado lograron averiguar dónde iba a dar su paradero. Tan poco sabían ellas de su amor por Lola. Hasta que una mañana bien temprano, la Camila escuchó a dos hombres relatar cómo intentaron matar una noche a Rafael, y por qué motivo no lo hicieron.

La Camila corrió con el chismorreo como alma que se lleva el Diablo de cueva en cueva, de gitana en gitana, e iba soltando el testimonio con desenfreno y abatimiento. Y según a ella le había herido el orgullo, así se iba hiriendo el de todas las demás.
Fue de esta forma que Rafael dejó de ser un ídolo. Enamorado hasta los tuétanos, se había convertido en un hombre corriente, mal mirado por las hembras pero mucho más que bien tratado por los varones.

En sus casas, cerca de las hogueras en un invierno que no tardó en llegar, las gitanas cosían la ropa de sus maridos, y preparaban la comida dejando resbalar furtivas lágrimas en sus pucheros. Si el Milenguas hubiera sentido sobre él aquéllas gotas saladas que derramaron las mujeres de sus compadres no habría podido evitar ahogarse con ellas. Pero él nada sabía, nada veía, ajeno como estaba a todo, pues sus ojos sólo iban en pos de Lola y los de Lola en pos de los de él.
Felices por haberse librado del destino casamentero que tenían previsto para la moza cuando hicieron creer a todos que ella había sido raptada por un bandolero de otra sierra; felices porque nadie sospechó que la Lola estuviera en el alto del Cerro de San Miguel y no la fueran a buscar allá, sus vidas corrieron tranquilas y solazadas.


Existió un barrio en Granada bajo el Cerro de San Miguel, donde un día llegó un tal Rafael Arroyo, apodado "El Milenguas"; un barrio de estirpe y solera andalusí y calé, de donde el gitano bailaor partió algunos meses después con el corazón henchido y orgulloso de llevar del brazo a la paya que se lo había robado; que se alejó del paisaje moro, del encanto de la zambra y de los gitanos sacromontinos de la bellísima ciudad de Granada.

FIN

Foto superior derecha: El bailarín Mario Maya


© Purificación Ávila © Alicia Rosell (1985) -Todos los derechos reservados-. Prohibida su reproducción.

A diferencia de la granína, los tercios de la media granaína son más cortos y su melodía algo diferente. Es un cante afiligrado y preciosista que produce más admiración que emoción. La abundancia de melismas proclama su ascendencia oriental más que otras especies de fandangos. el tema central es Granada, sus campiñas, sus tradiciones, su barrio del Albaicín, su Alhambra, etc... No es un cante gitano propiamente dicho, aunque algunos gitanos lo cantan extraordinariamente bien. A diferencia de la malagueña que es un cante minero, la media granaína es un fandango morisco repleto de historias de rebeliones, sobre todo en las Alpujarras.

Se le atribuye su creación a D. Antonio Chacón:

"Si yo te quiero de veras / gitana de Sacromonte / si yo te quiero de veras / se lo puedes preguntar / a la que está en la carrera / la patrona de Graná".